El Parque Nacional del Gran Cañón es el escenario natural más famoso de Norteamérica. Es como un gran libro abierto donde las diferentes eras geológicas del planeta están escritas en estas rocas que dan cuenta de la evolución de la Tierra… Un espacio infinito para un gran espectáculo.
Texto y Fotos: PEDRO GRIFOL
Lánguidamente, de manera sutil, empieza la sinfonía del amanecer sobre el Gran Cañón. Los rayos del sol se van esparciendo por el opaco paisaje como los instrumentos de una orquesta se van uniendo para crear una armonía. En este caso se trata de una armonía visual.
Las planicies de las mesetas recobran el pulso de la luz y empiezan a iluminarse las puntas de los picachos, las crestas de las montañas y las espirales de piedra. Los primeros tonos cálidos del alba se encienden tímidamente en amarillo, se tornan naranjas y estallan en rojo pasión. El color del cielo parece que fuera parejo al de la tierra hasta independizarse proyectando reflejos rosáceos y marcando el límite del horizonte. Ya todo está nítido ante nuestros ojos: arriba el color azul del cielo y abajo los tonos naturales de la tierra… Pero por muchas fotos o documentales que hayamos visto nada puede describir con fidelidad la emoción del ‘directo’. Nos dejará atónitos la inmensidad y nos imantará su belleza.
… Y entonces se empiezan a escuchar los cantos de los pájaros más madrugadores.
Cuando la luz llega a los abismos de la lejanía, se distinguen las sinuosidades que el río Colorado crea a su paso por la hondonada, y empieza a moverse como una serpiente plateada.
Toda esta fantasía de colores que brotan entre el cielo y la tierra lo podemos contemplar desde la meseta-mirador del Grandview Point, un magnífico palco de piedra en el que nos debemos de haber instalado antes del amanecer. El Gran Cañón está repleto de miradores, y no hay un orden establecido para visitarlos, así que en un solo día podemos parar en tantos miradores como nuestro tiempo nos permita y dejarnos cautivar por las fascinantes panorámicas.
Ya entrada la mañana abandonamos el primer mirador para tener otra perspectiva más frontal, a modo de podium de director de orquesta, lo que sucede desde la plataforma del Mather Point, donde el horizonte es más lejano si cabe y en el que podemos esperar, en nuestro concierto imaginario, que el gong del sol haga vibrar el paisaje con su estruendo.

El río colorado.
Cuando la luz llega a su cenit… y el exceso del mediodía cubre de incertidumbre los matices cromáticos. Es el mejor momento para asomarse al vértigo del borde (donde todos los superlativos desaparecen) y ver el abismo iluminado. La luz proyectada en vertical ilumina el conjunto de mesetas y podemos ver la estructura física de su fondo, los colores de las texturas escalonadas de los estratos de las rocas desnudas que provocaron los movimientos tectónicos hace millones de años.
Según bajamos la mirada por las veteadas paredes, la geología va pasando las páginas de su propia historia. La panorámica topa con el fondo del precipicio donde los sedimentos acumulados por la erosión tiñen las aguas del río, que ahora se ve rojo… y por eso el río se llama Colorado; porque ése fue el nombre que le dieron los españoles allá por el siglo XVI.
Si se quiere bajar hasta la orilla del cauce y experimentar emociones por sus rápidos, tenemos que disponer de una jornada completa: salir al amanecer y descender, a lomos de mulas, a los 1.500 metros de profundidad que tiene el fondo del valle. Allí encontramos algunos vestigios de casas de adobe, restos de los pueblos que habitaron estas quebradas tierras, y que según los antropólogos su edad dorada aconteció por los tiempos en los que la Vieja Europa vivía su Edad Media.
Ahora no habitan humanos, los residentes son criaturas como ardillas de cola blanca, correcaminos, serpientes y mapaches; y surcando el espacio, entre cuervos, el águila de cabeza blanca, que es la rapaz que vuela más alto.